Trabajaba en el Hospital Alexander Fleming Memorial como cirujano e investigador de primera línea. En aquel mes de enero la cadena de acontecimientos sucedió vertiginosamente. Había tenido unas asociaciones de ideas durante el transcurso de una operación. ¿Y si el médico fuese capaz de atravesar con su mirada los tejidos? Entonces me vino a la mente el clásico de Herbert George Wells del hombre invisible, que había leído en mi pubertad, en el que un investigador demente había ideado un suero con el que conseguía cambiar el índice de refracción del cuerpo del sujeto al que se le inoculaba, de modo que se volvía totalmente diáfano a la luz. Fue coger esta idea en apariencia imposible y darle unas cuantas vueltas en mi cabeza. Y empezó a aparecer una cadena de proteínas en mi imaginación. Y poco a poco, a base de mucha paciencia, de pasar falta de sueño, acumular hambre y perder todo contacto con mis colegas y mi mujer, surgió el prototipo de suero como por ensalmo. Sólo faltaba sintetizarlo. Éso fue bastante más difícil. No por que no tuviera los elementos y los medios, sino por que los compuestos que iba hallando en los ensayos parciales eran claramente inestables. Y tenían un tiempo de vida muy pequeño. Pero, afortunadamente, y cuando mi paciencia estaba expirando, una idea propia de un genio en biología me arrebató por completo la atención de lo que estaba haciendo. ¿Y si configuraba las cuatro moléculas que constituían la red de la disolución de manera que formaran un oscilador bioquímico? Éso es, un oscilador bioquímico. De este modo, si aportaba la energía suficiente a las cuatro moléculas de la red, conseguiría un compuesto que no tendría fin, que mostraría existencia indefinida, al menos mientras no cesase mi aporte de energía. Tendría como resultado una disolución cuya concentración de cada molécula sería periódica de período la suma de los tiempos de reacción en cada uno de los sentidos, dado que la reacción era bidireccional y reversible. Mas debería suministrar energía continuamente al sujeto que sirviera para mis pruebas, ya fuese con una batería o de alguna otra manera que por el momento no percibía. Este aspecto lo solucioné poco después, puesto que en el laboratorio guardaba algunos viejos acumuladores de iones, que me resolvían la problemática de manera satisfactoria.
El día 10 de enero grabé en mi magnetófono la primera sesión de pruebas. Conecté la batería con un electrodo a la piel de un mono babuíno que me serviría para los experimentos. Le inyecté lentamente el suero presionando el émbolo de la jeringa. Al mismo tiempo iba tomando cuidadosas anotaciones de todas las variaciones de sus constantes vitales en el transcurso de la prueba. Al principio el mono Mick parecía no mostrar ningún cambio detectable mediante los aparatos de medida. Su presión sanguínea era completamente normotensa. El latido del corazón se mantenía a una tasa de setenta pulsaciones por minuto. La temperatura estuvo en todo momento rondando los treinta y ocho grados Celsius. Así pues, en apariencia el suero no parecía cambiar nada de la fisiología de Mick. Y éllo era una buena señal, pues significaba que el compuesto no producía ningún efecto secundario. En cuanto al comportamiento de Mick, no percibí nada en la primera prueba que me hiciese sospechar ninguna cosa anómala. Requería, pues, pasar a las pruebas sucesivas, en las que el suero inoculado fuese en aumento.
El día 17 de enero, el mono Mick recibió una dosis del compuesto cinco mililitros superior. Con la excepción de un pequeño aumento del ritmo cardíaco, Mick se comportó casi exactamente que la vez anterior. Y digo casi, porque en el minuto treinta y cinco posterior a la inyección se mostró perplejo e inquieto, como si algo hubiese cambiado delante de él. Pude comprobarlo cuando le mostré un paño negro con el que tenía envuelto una banana. Mick me robó el paño, cogió la banana y se puso a pelarla, con una parsimonia que exasperaría al mismo Buda. Ésto me hizo creer que iba por el buen camino. Puesto que Mick aparentaba traspasar el paño. O al menos ésa fue mi conclusión.
Otra semana después, el día 24 de enero, puse en práctica el tercer y último experimento de la serie. Incrementé de nuevo la dosis en otros cinco mililitros. A Mick le presenté en torno al minuto treinta después de la inyección una caja de plomo que contenía otra banana. Y Mick de ésta vez fue más rápido. Abrió la caja, cogió el plátano y lo devoró, dejándome impresionado. Pero le noté un comportamiento extraño en torno al minuto cincuenta. Cuando pensé que los efectos del tósigo habían remitido, Mick se mostró intranquilo. Comenzó a dar patadas a los alambres de la jaula. Se puso a chillar de manera insistente. Sus gritos me penetraban en lo más hondo de mi cabeza. Tuve que sacrificarlo, pero fue por el bien de la empresa. Un análisis post-morten de su cerebro probó que tenía una alta concentración del compuesto en el córtex visual, la parte de la masa encefálica que se halla por encima de la nuca. Así pues, ésa resultaba ser la parte cerebral diana del suero, tal y como yo había intuido en su desarrollo. Todo casaba a la perfección, pues esa parte está implicada en la visión, tal y como se sabe y como siempre se ha enseñado en las facultades de medicina. La idea de probar el suero en mí mismo me embargó por completo. Me obsesioné con esa idea. Apenas comía. A mi mujer la veía una vez a la semana. Estaba echando a perder mi vida por el hecho de pensar si debía o no inyectarme el tósigo. Y al final decidí que sí debía hacerlo.
El día 27 de febrero me hice suministrar por la doctora McKenzie una dosis intravenosa de diez mililitros del compuesto, mientras me era aplicado un electrodo con una pequeña batería en el bíceps derecho. Reconozco que había tonteado alguna vez con ella. Era una bióloga rubia muy atractiva e inteligente, que me había sacado en más de una ocasión de apuros en alguna de mis investigaciones de doctorado. Mi mujer no sabía nada, pero una vez incluso habíamos ido al pub O’Flannagans a tomar unas pintas por la tarde. Pero nada más que éso. Yo a mi mujer la tenía y tengo en un pedestal, es mucha mujer para mí. Demasiado buena mujer como para ni siquiera pensar en causarle el mínimo rasguño emocional. Nunca jamás se me pasaría semejante idea por la cabeza. Por ello siempre fui casto y mantuve una fidelidad a ella a prueba de balas. Pero a los cinco minutos de haberme administrado el suero, me di cuenta que algo había cambiado en la doctora. No se le veía ninguna ropa por encima. Me froté los ojos con las manos, para asegurarme de que no estaba soñando. Su cabello rubio bajaba por el cuello y caía perpendicularmente hacia el suelo, por encima de la espina dorsal. La espalda era nívea y bien proporcionada. Y llevaba un sujetador wonderbra último modelo que sostenía unos hermosos senos. Ella mantenía la conversación normalmente, como siempre había hecho, y yo comenzaba a sudar y a ponerme colorado como una guinda. Y entonces mi pulso se aceleró, según pude contar, hasta las ciento veinte pulsaciones por minuto. Sudaba y sudaba. La ansiedad me dominó. Y le dije a la doctora McKenzie…doctora, doctora, lléveme a un médico o a mi casa que me he puesto malo.