El inventor francés Joseph Montgolfier patentó en el año 1796 un invento que a mi juicio es de un ingenio apabullante. La creación de este hombre pasó a ser conocida como la bomba de ariete, y es un mecanismo que únicamente empleando la energía que un pequeño salto de agua imprime en ésta, consigue elevar parte de ella a una altura muchísimo mayor que la de partida, sin el concurso de ningún tipo de motor o de otra fuente de energía. Se debe dejar bien claro que el mecanismo mencionado no es capaz, como es lógico según las leyes de la física, de subir todo el agua que se le entrega a una altura superior, sólo sube parte de ella. Esto no es de extrañar, puesto que en realidad lo que está haciendo la bomba es emplear la energía cinética del agua acelerada, agua que es después desperdiciada, para una vez almacenada como presión del depósito, entregársela al agua que es subida, consiguiéndose de este modo ganancia de altura para esa fracción de agua (que suele ser del 10 % del agua total que recibe la bomba) en relación a la altura de la fuente de agua desde donde ésta parte. Es imposible que se pueda subir todo el agua de entrada a una altura superior. Se estaría violando la ley de conservación de la energía, que viene a establecer que la energía mecánica inicial del agua es igual a la energía mecánica final en un cierto tiempo de evolución. Esta ley es fácil de entender en términos gravitatorios si pensamos que tanto si un grave aumenta su altura, a partir de una velocidad de partida desde la superficie terrestre, como si un grave aumenta su velocidad, a partir de la suelta de ese grave a velocidad cero desde la altura que alcanza según lo anterior hasta alcanzar dicha superficie, en ambos casos no estamos sino materializando la misma integral de elementos diferenciales de trabajo, o si se quiere de un modo equivalente, la misma integral de cantidades instantáneas de ímpetu por elemento diferencial de velocidad, sólo que según sentidos opuestos. Por ello ambas integrales son la misma y por lo tanto el fluido que cae desde una altura y es canalizado hacia abajo y luego hacia arriba, alcanzaría la misma altura en ambas ramas del tubo, que es lo que se conoce como principio de vasos comunicantes. En realidad, la ley de conservación de la energía a utilizar en los fluidos viene dada por el teorema de Bernoulli, el cual sirve de balance energético para un «tubo de corriente» del fluido bajo estudio, suponiendo un régimen laminar para ese «tubo de corriente».
Como se puede observar en la imagen superior, el agua es canalizada desde el salto de agua, manantial, o río, que está a una altura superior a la bomba, hacia ésta mediante una tubería inclinada que suministra el agua a la bomba. La bomba tiene una ramificación hacia arriba que comunica con un depósito C por la mediación de la válvula B. La rama que sigue desde esa válvula B en adelante, por la parte de abajo, tiene a su fin otra válvula A, que comunica la tubería principal hacia afuera, preferentemente hacia un lugar donde el agua que por ella sale pueda ser reaprovechada para otros menesteres, o simplemente siga su discurrir por el mismo río o arroyo.
El funcionamiento de la bomba ariete se puede explicar en dos fases. La primera de ellas es la representada en la imagen superior y la segunda de ellas en la inferior.
En la fase inicial (imagen superior) el agua es acelerada en el conducto que proviene del salto de agua, simplemente por la imprescindible diferencia de alturas y la eventual presión ejercida donde se absorbe el agua si esta toma está bastante por debajo del nivel del arroyo o charca. Gracias a esa velocidad imprescindible y al ímpetu parejo a ella el agua empuja la válvula A y la hace avanzar hacia arriba, en cuyo avance parte de esa agua que está empujando bordea la válvula y sale al exterior, perdiéndose. Cuando la válvula A toca de repente con su tope superior (imagen inferior), la salida de agua hacia afuera es bloqueada. Como es lógico, por el principio de acción y reacción, exactamente la misma fuerza instantánea y de naturaleza impulsional (que se modelaría matemáticamente mediante una función delta de Dirac) con la que el agua cierra esa compuerta, y que no es sino el producto de la masa por la alta tasa de cambio instantánea de la velocidad de la misma por cesar su movimiento de repente, es transmitida en sentido contrario por la válvula al agua que está a su izquierda. En consecuencia, por el principio de Pascal, que establece que en un fluido la presión se propaga por igual en todas las direcciones, esa fuerza se transmite a través del agua hacia la izquierda y a su vez hacia arriba, hacia la válvula B, la cual se desplaza hacia arriba gracias a ese empuje, y en su avance deja pasar una cierta cantidad de agua al depósito C, bordeando la válvula, hasta que la presión por encima de la válvula B la hace bajar cortando el paso del agua del depósito hacia abajo. En este momento la presión por encima de dicha válvula está equilibrada con la de abajo. De esta manera se va agregando agua al depósito gradualmente, en sucesivos golpes, que suelen alcanzar un ritmo de uno o dos por segundo, hasta que el aire que se halla dentro de él está a una alta presión, por verse reducido a un espacio cada vez menor. La suma de esa presión que ejerce el aire más la presión hidrostática de la altura de agua creciente en el depósito, en el punto de salida de ésta hacia el lugar donde ha ser subida es la responsable de que el agua que va suministrando la mitad inferior de la bomba sea elevada hasta una gran altura, que puede ser incluso, con los convenientes ajustes y las medidas de diseño oportunas, de hasta 70 metros o más. Como es lógico, es imprescindible montar el depósito sin vaciarlo de aire, es decir, no se debe montar en vacío, porque sino sólo tendríamos la fuerza pareja a la presión hidrostática del agua del depósito para ir subiendo la que suministra la mitad inferior, y esta fuerza es muchísimo (¡¡ muchísimo !!) inferior en relación a cuando existe aire cada vez más comprimido en el depósito. En realidad el primordial responsable de la fuerza de subida es el aire comprimido del depósito, el cual viene a ser algo así como un acumulador de energía, que se obtiene mediante la suma de los sucesivos elementos de energía cinética que el agua desperdiciada va aportando golpe a golpe.
Este mecanismo fue muy popular desde su presentación, pero con la llegada de los motores monofásicos de corriente alterna y de las bombas rotativas que éstos mueven pasó a la categoría de manualidad. Estas bombas en su diseño inicial hacían el vacío en la tubería de subida desde el lugar de extracción, con lo que el agua era absorbida hacia arriba empujada por la presión atmosférica y la presión de la altura del agua aplicadas en el punto de entrada a la tubería, y que por lo tanto le otorgaba una máxima profundidad posible a dicha tubería desde la bomba hasta la superficie del agua de 10,5 metros (equivalentes a la presión de una atmósfera). Esto era así en los sistemas que no disponían de mecanismo de Venturi, que son a día de hoy obsoletos. Las bombas rotativas de vacío que llevan un Venturi en el lugar de la succión del agua, funcionan de otra manera. Cuando usamos un sistema de este segundo tipo, denominado bomba de chorro, el agua es movida en una columna paralela a la de extracción hacia abajo a través de esa tubería y después hacia arriba, para lo que se aprovecha la gran velocidad del agua que baja, consiguiéndose un aumento de la velocidad del fluido que sube y una disminución importante de la presión, que facilita la succión del agua desde el fin de la tubería principal a una profundidad mucho mayor, del orden de hasta 35 metros. La bomba de ariete, con todos estos avances, se dejó de utilizar, al menos en el mundo avanzado. Pero aún así hoy en día sigue empleándose en muchísimos lugares del mundo, lugares con diferentes grados de subdesarrollo, en los que no se dispone de estos medios de la modernidad o donde no se dispone de red eléctrica, y por qué no, también en lugares donde personas curiosas e inteligentes de oficios y ocupaciones de lo más variado, disfrutan de este invento que el señor Joseph Montgolfier tuvo la gentileza a finales del siglo XVIII de regalarnos con su ingenio sin parangón.
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