Aquella en apariencia inocente escena de dos personas, una un hombre, por más señas, Cary Grant, y la otra una mujer, más concretamente Eve Marie Saint, que coinciden en la misma mesa del vagón comedor del expreso de Chicago, en la que ella le dice lindezas como que una trucha de río aparcará bien en el estómago de él, pues él le ha comentado que le ponen muchas multas de aparcamiento, y donde él se autopresenta como Roger O. Thornhill, ejecutivo de publicidad, es en realidad una trolleada de Alfred Hitchcock a su anterior productor (David O. Selznick). Más aún, Alfred pone en boca de Grant la respuesta «Nada», ante la pregunta de su «improvisada» compañera en la mesa «¿Qué significa la O?».
Trolleos aparte, Con la muerte en los talones es quizás el mayor elemento de diversión creado por Hitchcock. Para mí tiene un valor especial, pues fue la primera película que vi en color, en aquellos televisores voluminosos en los que era fácil saturar los colores y verlos muy vivos. Y aquella primera vez que la disfruté fue por hacerlo con personas que han representado mucho para mí.
Esta película es un circo en sí misma. Roger Thornhill, caracterizado por un Cary Grant en la cúspide de su carrera, con mucho encanto e ingenio en sus contestaciones, es confundido con otra persona, un agente secreto al servicio del gobierno (Sr. Kaplan) que deambula de hotel en hotel tras la pista de una organización de espionaje, cuyo cabecilla interpreta James Mason, secundado por un siniestro y frío Martin Landau, clavadito al ajedrecista Bobby Fischer, y es perseguido no sólo por la policía tras cargársele el muerto de un diplomático de las Naciones Unidas, sino también por la propia organización de espías, que preferirían verlo fiambre antes que deambulando de un lado para otro tras ellos. En medio de todo este barullo aparece el pibón (Eva Marie Saint), que interpreta el papel de Eva Kendall, y cuyo tira y afloja a favor de los malos y de los buenos después va a ser el hilo conductor del transcurso de la acción.
Quedando para la historia las famosas escenas de la avioneta fumigadora y de la persecución en las caras del Monte Rushmore, Alfred Hitchcock tocó techo con este film en su período dorado en el año 1959, con uno de los mejores guiones jamás escritos (a cargo de Ernest Lehman) y con una banda sonora que no le tiene nada que envidiar a las de Psicosis y Vértigo. ¡Cuántas veces he pasado un buen rato revisionándola! Incontables.